Fue clandestino y se inventó que era escritor mientras lo perseguía la CNI. En su última novela, el ganador del Premio Consejo Nacional del Libro habla de un bestial recorrido por la culpa y la inocencia. Mientras, se las arregla vendiendo pan en el invierno, humitas en el verano y trabajando con su overlock haciendo chaquetas y suéteres para la gente del barrio. Acá el secreto mejor guardado de las letras criollas.
Por J.C. Ramírez Figueroa, 13 de noviembre 2005, LCD, La Nación Domingo
Una semana después que a Augusto Pinochet se le ocurriera posar con esos famosos -y horribles- anteojos oscuros y comenzara a redactar la nueva historia de Chile con sangre, otra pequeña batalla se libraba en un céntrico edificio de Santiago.
-Ya, mierda. El que salga elegido tendrá que quedarse acá, resistiendo. Eso es lo que acordamos todos. Lo máximo que le podrían echar serían cinco años. El resto, pa’fuera no más, hasta que esta huevada se arregle un poco.
Los tipos se miran. Escriben nombres en los papeles. Carraspean. La misma voz cuenta los votos y dice fuerte:
-Jaime Casas Barril.
Por alguna razón, al escuchar su nombre, el escritor Jaime Casas recordó una noche en el sur, cuando trabajaba para la Unidad Popular junto a campesinos y mapuches. Otro Chile era posible en esa época y ahí mismo escribió en un cuaderno: “Empiezas a adueñarte de tu destino cuando dejas de elegir y comienzas a decidir. Hay que ser protagonista, no testigo”.
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