Después de 40 años regresa a los cuentos con personajes cínicos pero tan llenos de vida como antaño. Dice que el Golpe cambió su forma de escribir y asegura no tomar en cuenta a sus críticos.
Por J.C. Ramírez Figueroa
“En el fondo, todo es poesía”, dice Antonio Skármeta (74) sonriendo con sus ojos achinados y buscando alguna forma de demostrármelo. Estamos en su estudio al que -asegura- pocos tienen el privilegio de acceder. “¡Si Nora, mi señora, se entera, me mata!”, bromea.
Espacioso y separado de su casa, éste es el laboratorio donde el Premio Nacional de Literatura ensaya todas las mañanas, desde las 10, lo que él llama la captura de la “experiencia religiosa”. Algo que, sostiene, lo ha acompañado desde que comenzó en esto de la narrativa, cuando era un colegial del Instituto Nacional.
“Que se entienda bien, porque siempre he debido entrecomillarla”, advierte mirando al techo, buscando la descripción exacta. “En mi obra, intento que el mundo sea una oferta llena de aventuras y un misterio que hay que resolver. Esa es la sensación que busco siempre: vivir el misterio con la misma energía, gracia y creatividad con que éste se propone. Ahí está lo poético. Y eso lo tengo desde el primer cuento conocido: «El ciclista del San Cristóbal»”.
Recordemos: en ese cuento de 1967, un chico se eleva por el cerro pensando en su madre que está a punto de morir. Y de pronto, ¡paff! Empieza a alucinar.
“Este chico mediante un acto de lenguaje y un esfuerzo de su cuerpo hasta la extenuación tiene una levitación física y por arte de magia su deseo de vivir logra sanar a su madre. ¡Ese poder de la palabra lo entiende bien el pueblo mapuche!”.
-Vaya debut.
-Es que yo siento que el mundo, sacándole toda la pechoñería espiritualista, es un lugar sagrado. Eso no lo he perdido.
“Cambiaría todo por tener 35”
A veces, claro, lo sublime es interrumpido cuando debe ir al banco o conceder alguna entrevista al extranjero. Pero siempre intenta tener sus horarios despejados para recién en la tarde hacer vida social o ir a las carreras de caballos. Para Skármeta, tal como Agustín Squella, el hipódromo es otro de sus “lugares sagrados”. También practica natación a diario.
“Cambiaría todo por tener 35 años de nuevo”, dice. “Cuando envejeces vas adquiriendo consciencia del deterioro del cuerpo”.
“Pero usted se ve saludable”, le digo contrastando su porte (mide sobre el metro 85) y su agilidad.
“Te lo explico: si jugamos básquetbol y me golpeas en la pierna, me fracturo. Antes eso no pasaba. ¡Pucha que extraño jugarlo! Pero el deporte necesita tiempo para ser practicado. Hay que entrenar. Y gana la flojera. Por eso lo que me queda es la natación. Hablo con los amigos de mi edad y hemos llegado a la conclusión de que a esta edad uno no se cura de las enfermedades, sino que se acostumbra a ellas”.
Sigue siendo un gran conversador. Se le nublan los ojos al recordar su exilio en Alemania, donde llegó sin siquiera hablar el idioma. “Peter Lilienthal nos envió dos pasajes a mí y Raúl Ruiz. «A ustedes los van a matar, vénganse». Todavía recuerdo los militares escoltándonos al aeropuerto y el brindis de Ruiz cuando pudimos desabrocharnos los cinturones, ya en cielo internacional. Lo primero que hizo fue pedir dos whiskies y me dijo: « ¡Compañero! ¡Lo primero es la salud!»”.
Todo eso lo cuenta en un futuro libro de memorias. Como cuando se encontraron con Lilienthal -que estaba preparando una película en Marruecos- en pleno Ramadán. “Los musulmanes sólo salen de la casa cuando se pone el sol. Lo único abierto era un Club Med donde se alojaba el equipo. En la calle no había nadie”. Ruiz se fue a París; Antonio a Alemania, sin saber siquiera el idioma y donde terminaría graduado de novelista.
Rodeado de gruesas carpetas, un póster enmarcado de “El cartero”, un sombrero de mago y varias ediciones de sus novelas, traducidas a varios idiomas está el flamante “Libertad de movimiento” (Sudamericana), su primera colección de cuentos desde “Tiro libre”, publicado en 1973. “Después hubo un quiebre total. Y eso obviamente afectó mi forma de escribir. Entró la desazón, la pena, el fin de la inocencia. ¿Pero, podía ser de otra forma?”.
-Volver al cuento, ¿lo devuelve a su primera juventud?
-Sinceramente, cuento, novela… no veo diferencia. Siempre es una emoción, pensamiento o “ironización” donde la vida se concentra o expande según la espontánea necesidad del desarrollo dramático. No hay ninguna relación entre circunstancia histórica y empleo de distintos géneros.
-Pero ahora entró otro tipo de personajes.
-Sí. Los cínicos. Es que la vida me pegó algunos golpes. Literalmente. Perdí la inocencia fuertemente con la tragedia de Chile. No podía ir relajado ante el grosor de la angustia. Y así nacieron personajes que también habían padecido eso.
No es soberbia, es seguridad
Skármeta divide “Libertad de movimiento” en dos partes. La primera, sobre las intensas relaciones entre padres e hijos y cómo el arte influye en ellos. Así, por ejemplo, en “El chispas” un chico descubre a Van Gogh y algo más: su profesora vio un cuadro en Europa junto a su amante exiliado, por el que dejó a su papá.
“A medida que más años tengo, se hace más grande el misterio de la ligazón emocional. En estos cuentos hay relaciones muy intensas de padre-hijo, madre-hijo y lo que me importa más que nada en el mundo: la relación del arte con el padre y con el hijo”.
-¿Y cómo eran sus padres?
-Mi padre; un ser muy amable, tierno, generoso. Apoyó muy fuertemente que me dedicara a la literatura. Pasó mis primeros cuentos escritos a mano en limpio en una máquina de escribir. El y mi madre me dieron afecto infinito y humor. Mágico que me lo preguntes, pues hoy después de la sesión de fotos fui al Parque del Recuerdo a llevarle flores, pues justo hoy son 12 años de su muerte.
Se queda pensando. Ahora estamos en el living. Sirve café. Un gato duerme. Atrás la lluvia cae sobre la piscina. La misma que fue testigo de las reuniones entre él y el equipo de “No” basada en su obra teatral inédita “El plebiscito” que, a su vez, se convirtió en su última novela, “Los días del arco iris” (2011).
En la otra sección, mucho más oscura y “áspera”, los protagonistas son viejotes. Como Estévez, patético guerrillero blanco y haitiano que ve cómo el héroe con que lo apresan -y que se llama igual que él- se lleva todo el mérito en “El amante de Teresa Clavel”. Y él no encuentra nada mejor que violar a su novia.
“Es el resentimiento, la envidia, que por distintos modos y en distintos niveles afecta a muchísima gente. Entonces, aquel que no tiene algo, que es incapaz de lograr algo, que desea lo que no le corresponde, para apropiarse, no hace mérito, sino que procede voluntariamente a usurparlo. En este cuento hay un personaje que desea ser otro y, al no lograrlo, quiere dañar. Es un tema de reflexión para Chile o cualquier país”.
-Usted que ha vivido en otros países, ¿Chile se caracteriza por este resentimiento?
-Es igual en todas partes (se ríe). En Chile hay una atmósfera más caldeada. Muy rápidamente se detecta el defecto en el otro. Muy rápidamente. Se produce una epidémica unanimidad para condenarlo. Es muy rapidito. Hay una vocación de mala leche que es interesante explorar. A mí no me interesa como ensayista, pero como creador de ficciones puedo encontrar a lectores que digan: “Pucha, así es la cosa”.
-A usted varios colegas lo atacaron tras el Premio Nacional.
-Yo de eso no opino. ¡Todos tienen derecho a dar su opinión!
-¿Es su política de vida? Usted nunca habla mal de nadie.
– Cierto. Tiene que ver con mi temperamento. Y mi amor profundo a la literatura y creación. Soy alguien que de niño sabe qué y cómo quiero escribir. Ahora, claro, tengo más experiencia. Pero estoy seguro de lo que hago. Esto sería engañoso o frágil si no trae ecos. Pero cuando estás traducido a 30 idiomas, te reeditan, recibes premios, hacen películas u óperas.
-Cuando lo vemos de frac en las alfombras rojas.
-Es algo que te ayuda a confirmarte, pero sin eso inevitablemente escribiría como siempre. Así soy yo y eso se refleja en mi literatura. No es soberbia, es seguridad.
Y se echa hacia atrás y, tal como el ciclista, espera la iluminación de la palabra.
Un padre de película
“A movie life”: Al cine junto a Vincent Cassel
“Yo aprecio mucho al lector. Por eso hago un trabajo dramatúrgico para que ellos enganchen. Hay técnicas y recursos para emocionarlos con lo que escribo”, reconoce el escritor.
Todo eso está en las 11 historias de “Velocidad de movimiento”. Desde un oficinista que invita al hotel a la amante del tipo que le robó el celular (“Ejecutivo”), hasta un crítico que escapa a Francia y justo el amigo que lo iba a alojar se devuelve a Sudamérica (“Borges”). También hay espacio para la ternura en “El portero de la cordillera”, donde un niño chileno, recién llegado a Argentina, debe enfrentar, literalmente, el partido de su vida.
Si bien acá hay inéditos y otros que fueron publicados en suplementos literarios o revistas extranjeros, éste se convirtió en cuento infantil.
Skármeta es tajante en decir que no cree en el género infantil y que hay que dejar de mirar a los niños como lectores menores.
“No me gusta esa visión proteccionista de los niños. Ellos ven la realidad, tienen un análisis, por ingenuo que se vea. Pero captan las atmósfera en que una familia vive”.
Es que para Skármeta no funcionan las fronteras. Para él, escribir una ópera o una obra de teatro es lo mismo que una novela o cuento. De hecho, acaba de grabar junto al músico brasileño Killy Freitas el disco “Café frío”, donde él hace las letras. Como por ejemplo “Casamentero”, dedicado a Pablo Neruda. (“Neruda estás en la gloria/ de todos los amantes que te citan de memoria”).
También sigue ligado a la pantalla grande. Acaba de actuar en “A movie life”, del brasileño Selton Mello, protagonizada por Vincent Cassel (“El cisne negro”), basada en su novela “Un padre de película”.
“Brasil es uno de mis países favoritos”, dice.